Los colores de la tarde habían desaparecido detrás de las formas caprichosas de las nubes formadas por el empuje que la brisa experta había dibujado. Observaba distraída por la ventana como la luz se desvanecía y como mi ser quería marchar con ella. No encontraba la razón por la cual había de estar allí, pero no podía marcharme. Día tras día, luchaba por continuar, por seguir el camino correcto, pero no sabía cuál era ese camino, qué vía de todas era la acertada, la segura, la normal para el más común de los normales. Nadie me quería explicar por qué ya no estaba allí ninguno de mis seres queridos, y por qué no podía marchar con ellos, seguirles, aunque solo fuera a distancia. No podía sentir su olor, no reconocía sus miradas sinceras ni su amigable voz. Sólo sentía gritos de piedad y desesperación, y no podía hacer nada.
Salí corriendo del instituto sin parar atención al tumulto que se afanaba por salir, riendo, saltando, felices por estar los unos con los otros, sin darse cuenta de mi presencia. Quise gritar, suplicar: «¡Eh! ¡Estoy aquí, por qué me ignoráis!» No pude articular palabra, no tenía voz ni fuerza suficiente para ni tan siquiera componer un tosco sonido gutural. Mis compañeros se cogían de las manos mientras yo levitaba entre ellos. Mi cuerpo parecía desvanecerse.
Cuando llegué a casa, no había nadie, estaba oscura, callada. Entré en silencio, caminando de puntillas, intentando no hacer ruido, como si hubieran esparcido granos de arroz por el suelo y en las habitaciones reposaran almas recién dormidas. Subí a mi habitación y me dejé caer exhausta en la cama, deshaciendo la lisa pulcritud de la colcha. Intenté suspirar, y no suspiraba, intenté recordar, y no recordaba, intenté llorar, y no lloraba. Quise dormir, mis ojos estaban abiertos, y no podía cerrarlos. En ese momento comprendí que ya no hacía falta dormir, ni llorar, ni recordar.
Mis manos se deshacían, mi cuerpo se rompía, oí la voz de mi madre, de mi padre, los oí llorar, suplicar, y yo no podía responder. Intente marchar, el suelo me tragaba, luchaba por salir, no podía respirar. Caí hacia un vacío eterno. Las imágenes corrían vertiginosas; supliqué, pero solo me hundí más. Alguien me cogió fuertemente de la mano, me estiraba, me rompía, no hacía falta ningún lamento, no pude salir, no pude volver.
Silencio, oscuridad, quietud, nada, eternidad, nada, soledad. No hay nada al otro lado.
Aida Campos Ortiz
Institut Ramon Berenguer IV (Amposta).
*Conte premiat en la categoria de secundària en el VIII Concurs de microrelats de terror 2017, organitzat per la biblioteca de l'Institut Cristòfol Despuig.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada