19 de desembre del 2018

Un buen padre



Hacía menos de un año que nos habíamos casado. Éramos una pareja bastante feliz, se podría decir que todavía estábamos sumidos en la fase del enamoramiento. Es verdad que la fogosidad irracional del primer momento había desaparecido, pero todavía me emocionaba cuando ella me miraba embelesada por el simple hecho de hablar. Hacía dos meses había nacido nuestra hija. Ya no podía pedir nada más, la felicidad había entrado en nuestras vidas. Con el aumento de la familia nos habíamos mudado a una casa más grande. Parece mentira que un ser tan pequeño necesite tanto espacio. Habían pasado dos días y estábamos adaptándonos al nuevo hogar. El día había sido duro, abrir cajas y más cajas, ordenar y limpiar. La llegada de la noche era una bendición para nosotros, cuando el bebé al fin se quedaba dormida, caíamos rendidos en la cama como dos marmotas.

Dormía plácidamente cuando algo me despertó. El sonido del monitor que vigilaba al bebé zumbó hasta obligarme a hacerle caso. Me tocaba levantarme a mí. Escuché el llanto de mi hija y me levanté con resignado esfuerzo. Incorporado delante de la cama intenté estirar un poco mi entumida espalda. Súbitamente, el llanto cesó y escuché la dulce voz de su madre cantando una nana. Estaba desvelado así que me dirigí al salón a buscar un vaso de leche. Al abrir la nevera observé una nota encima del frío mármol. Era la letra de mi mujer. Me froté los ojos para poder leer la nota y cuando los pude enfocar la leí:

“Cariño, esta noche me quedaré hasta tarde en el trabajo. No me esperes, tengo que terminar el proyecto para mañana. Tranquilo, cuida de Ángela y recuerda que son dos cucharadas de leche en polvo para el biberón”.

Mi estomagó pareció enroscarse en mis intestinos, mi corazón empezó a palpitar frenéticamente. Las manos empezaron a sudar y el vaso que sostenía resbaló de ellas rompiéndose en mil pedazos y manchando de leche los muebles de la cocina. Oí como la nana se escuchaba cada vez con más fuerza. La voz ya no era agradable, no era la de mi mujer. Un sonido agudo y tétrico entro por mis oídos irritándome los tímpanos, colapsando mis impulsos. Quería salir corriendo hacia la habitación pero estaba clavado al suelo por la chirriante voz. El llanto de mi hija empezó a sonar formando una infernal melodía de sonidos indescifrables. Decidí ir a socorrerla cogiendo el afilado cuchillo de cortar el asado. Empecé a caminar pesadamente hacia la habitación de mi hija. El llanto y la voz eran insoportables. Abrí la puerta y las vi. Una figura de cabellos negros enmarañados me miraba con ojos inyectados en sangre. Su boca estaba torcida y sus dientes afilados y podridos escupían víboras. Entre sus brazos estaba mi hija. Lloraba desesperada mientras la mujer demoniaca intentaba hacerle tragar un biberón hecho con fango y gusanos.

Levanté el cuchillo con fuerza y lo clavé en el ojo de aquel ser repugnante. Empezó a chillar y emitir sonidos extraños. Volví a levantar el cuchillo, cada vez sus gritos eran más fuertes y desgarradores. Se lo volví a clavar, una vez y otra y otra, hasta que no pude más.

De repente, esa figura que tanto me aterraba desapareció y en su lugar vi a mi mujer sosteniendo a mi hija. Vi la sangre esparcida por toda la habitación. El cuchillo y los rostros desfigurados por él, vi las vísceras y la piel desgarrada. Me miré las manos y no las reconocí, intenté despertar y no lo conseguí. Definitivamente, las había matado.



Aida Campos Ortiz
Institut Ramon Berenguer IV, Amposta


*Conte premiat en la categoria de batxillerat i cicles formatius en el IX Concurs de microrelats de terror 2018, organitzat per la biblioteca de l'Institut Cristòfol Despuig.