Quiero hacer algo distinto. Que no sea lo de siempre, donde el monstruo aparece pasadas las doce, donde tiene que haber un muerto y una notita siniestra. No quiero que haya una muñeca con los ojos muy abiertos, y tampoco que suceda por la noche. ¿Es que nadie sabe el miedo que se puede llegar a tener durante el día?
Esta historia va de un niño, no era el niño idiota que cuando oye un ruido se va a llamar a su madre. Él era valiente, lo era. Eran las diez, no de la noche, sino del día. Y no, no voy a decirte el minuto exacto, ¿Acaso crees que Jonan se había parado a mirar si eran las diez y siete o las diez y ocho? Que más le daba. El solo estaba en el sofá de su casa, pendiente de los mensajes que le mandaban sus amigos. No pondré que apareció el típico monstruo que todos conocemos, ese que tiene cualquier número de ojos menos el dos. Ese que es grande y que quiere matarte. ¿Cómo iba a saber Jonathan que sí que existían monstruos en el lugar que consideraba “realidad”? Así que voy a poner otra cosa.
Jonathan dejó de mirar el móbil en el momento en que notó una suave caricia en su pierna. Apartó dicha parte de su cuerpo y miró abajo. No había ningún monstruo, es lógico, dije que no pondría. Tampoco había una muñeca con los ojos muy abiertos, ni una notita siniestra. Ni nadie que le quisiera matar, al menos no físicamente.
En el suelo estaba él, temblando, agarrado de la pierna del mismo Jonan. Y el Jonathan del suelo (no el del sofá) le dijo: “A veces el monstruo somos nosotros mismos”. Y el Jonan del sofá no despertó, porque no era un sueño como en todos los finales sin sentido. Aunque tampoco estaba despierto. Simplemente estaba allí, mirando algo que no existía. Algo que le aterraba por dentro y que, sin él darse cuenta, le estaba haciendo daño.
Georgina Canalda
*Treball premiat en la categoria de 2n d'ESO del VIII Concurs de relats breus 2017.
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